En la atrocidad incansable de no poder escribir las débiles lágrimas que me produces, me encuentro siendo verdaderamente consciente que solo soy capaz de hablar de los nervios que nos conectan cuando estallan en carcajadas cada una de las moléculas de polvo que me conforman. Y entienden los múltiples cortocircuitos de mi insalvable mente que podré toda una larga vida permanecer, aunque no quiera el tuyo saberlo, a la espera de vernos jubilosamente danzar; porque aquella noche de tormentosa lluvia solo te recuerdo a gritos empapado, con la mirada voraz de quien necesita tener algo al lado y permanece entre pesadas cadenas, tratando de arrancarlas de un solo impacto.
Porque desde mi cárcel de cristal todavía vislumbro los barrotes de la tuya, y si nuestras manos llegaran simplemente a rozarse, probablemente ni siquiera estaríamos de pie en este mundo. Como dos libres pájaros enjaulados que tienen que conformarse con mirarse al alma, acariciarse el ser. Me das tanto miedo, que prefiero pensar que no me lo das; y así se llenan folletos de viajes y canciones de discoteca de tu presencia cuando nunca has estado; que te conocen en mil lugares a los que nunca irás, y si en algún momento dejo (no entendería la razón) de tenerte en la huracanada memoria de mi alborotado mundo, es muy probable que me arrepienta de verte a ti donde tendría que ver el trabajo artístico de una construcción renacentista. El renacer, esta vez no puedo quejarme de estar mínimamente confundida; y mientras me miras desde lo barrotes de tu compleja celda, te veo reír por la nueva hazaña que se te ha vuelto a ocurrir.
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