O lanzarte indirectas.


Tengo la costumbre de caer en la cuenta de que dos gotas aguas nunca son semejantes, de la misma manera en la que yo no puedo dejar de escribir sobre ti. 
Ya no sé si tratan de profundas declaraciones de amor, o meras ganas de querer entenderme, pero escribo poemas abstractos, extractos de un diario, y verdades a modo de carta.
Oigo tu nombre en cualquier canción, ya sea partiendo de un acorde menor o de uno mayor, con la eterna duda de si quiero guardarlo en lo más fondo de mi subconsciente o lanzarte la indirecta como agua de cualquier mes. Con la absoluta locura de verte amanecer en el horizonte entre los rayos del sol, y en el reflejo de mis pupilas nunca pasan los años. Y yo ya no sé cuanto tiempo tendré que esperar a que el mismo haga mella, a que no seas dueño del piano que lleva el pulso, y a dejar de avergonzarme por sentirme vulnerable (pero es la primera vez que no tengo prisa).
De alguna forma ridícula he creído durante diecinueve meses que el mundo estaba lleno de gente, y que ninguna estaba hecha a mi medida. A lo mejor, y me lo digo a mí esta vez, es que la medida ya estaba cogida. 
Y ahora en un rincón de este estúpido pensamiento tengo que conformarme con tener las notas del teléfono móvil lleno de palabras que llevan tu mirada inscrita, y cuadernos que son tinta repartidos por el suelo de mi dormitorio, siendo consciente que es lo único que puedo hacer, que ya no depende de mí. Porque como escribí ayer en una de ellas, cuando me obligué a ser valiente, nunca pensé que estuviera obligando a la otra persona a serlo también.
Si pudieras verme, en plena estación primaveral, con el sol iluminando mi piel y mis manos trazándote en mi memoria, cada noche con la esperanza de no perder tus ángulos.
Que más dará lo que te haga sentir, en este capítulo ni siquiera merece la pena jugar a que no entendemos lo que está pasando.

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