Te vi reflejada en el cristal.

Anoche caminando por las oscuras y frías calles de la gran ciudad, avanzando a paso ligero y sin apenas paciencia, me atreví a dirigir mi mirada al cristal de una ventana. Y creí verte reflejada.

Por muy poco real que fuera, impactada detuve de golpe mi atropellado caminar y te vi en unos segundos, no creo que llegara a minutos.
Te vi a ti, con el lacio cabello hondeando, tan rubio como lo recordaba e igual de largo como solía pintarlo cuando era una cría. Supe que eras tú porque cuando levantaste tu mano, en un apresurado movimiento, para retirarte el flequillo de la cara me fijé en las venas que se dibujaban bajo tu piel, y observé cada uno de tus característicos dedos, tan distintos a los míos, las arrugas en la palma y sin poder evitarlo de ninguna manera recordé (no, creo que lo sentí) tu tacto, ese que tantas madrugadas me había cuidado con paciencia y que tantas lágrimas había limpiado con dolor. Fue un vuelco al corazón, las manos son lo más significativo de cada uno, y yo reconocería las tuyas con cualquier lugar del mundo. 
Deslicé, con un profundo y asfixiante pesar, la mirada por tu brazo, hasta los hombros, la clavícula. El corazón me empezó a acelerar casi al borde de explotar y el pulso en mis venas se hizo incontrolable. Con ansias de sentirte me acerqué y comprobé cada vez con más felicidad, tanta como insoportable dolor, que todo seguía como siempre, mi cabeza todavía permanecía dos palmos por debajo de la tuya y mi cuerpo aún encajaba a la perfección entre tus brazos. Miré tus pies, segura de que seguían siendo tan pequeños como los míos, o un poco más. 
Con más valor del que nunca he tenido, y nunca tendré, levante la vista a los labios que tantas cosas valiosas me habían susurrado, que tantas lecciones de vida me habían explicado y que tantos besos cargados de significado me habían regalado, cuando yo aún no sabía estaban en peligro de extinción.
Sobre una nariz que siempre envidié, dos eternas marcadas ojeras y debajo de nuestras características cejas, tus ojos.

Quise gritar, quise llorar sin control, probablemente lo hice. Quise tirarme al suelo, ya sin fuerzas de luchar, y pedir explicaciones, quise arrancarme el corazón del pecho del dolor que llevaba albergando demasiado tiempo y quise agarrarte desesperadamente de nuevo para no soltarte ni en la peor de las pesadillas. Quise preguntar con insoportable angustia a tu mirada porque te habías marchado de aquella manera, porque habías sembrado tan profundo dolor, tal pánico y tal miedo. Quise pedir a quien hiciera falta que te quedaras conmigo, que tu obligación nunca fue dejarme. Quise explicarte que la vida no es lo mismo sin ti, que cada paso que doy, por muy grande que sea, es uno que retrocedo si no estas para verlo, que no quiero vivir nada nuevo si no vas a mirarme con orgullo, que no puedo imaginarme la vida más allá de ti, que el tiempo no cura nada y que no existe suficiente como para acostumbrarse a la horrorosa sensación de estar ahogándose en el vacío, que cada vez se camina más en silencio y con más dificultad, que pierde absolutamente todo su valor, que me aterra evolucionar por si lo hago demasiado y no puedes reconocerme, que me da pánico la opción de alejarme de ti, de dejarte marchar. Que te necesito y eso no va cambiar nunca.

Probablemente lo hice y lo dije. Luego me di cuenta que solo era mi propio reflejo.

Comentarios

Publicar un comentario