La primera norma del querer.

Si esto fuera uno de esos poemas que destrozan el alma, que dejan al expectante público sin aliento, hablaría de la mía, si queda algo de ella ahora que la tuya se ha ido.
Un divertido alma bailarín y danzante que olvidó el siguiente paso en el último acorde (un si bemol), al negarse entender sobre su piel, cómo tus dedos se alejaban del tan torturado tacto, pidiendo perdón en el arañazo definitivo.
Si queda algo de alma en este grito desgarrado al infierno, de rota súplica al caprichoso destino o de encolerizados rezos a las miles de inexistentes religiones. Porque si alguien encuentra cristales rotos en el suelo, puro pavor en el temblor incoherente de una voz, que evite cortarse, que evite envenenarse, no dejan de ser restos de un muerto que no sabe cómo dejar de llorar desbocadamente, de sentirte atrozmente herido ante la ausencia de lo que tanta sensatez trajo, y ahora no conoce modo de encontrar por su cuenta.
No guardan ni una pizca de lógica coordinación ni las cuerdas de la rota guitarra ni las teclas del viejo piano, ese que no recuerda ni lo que era un arpegio, sin el pedal arrancado de cuajo en un ataque de ira.
Y dímelo tú, dime cómo lo hago si no es por medio de la autodestrucción, cómo ahogo ese respirar angustioso y desconsolado, cómo callo ese ruidoso dolor de cabeza, consecuencia de tirarme de la cabellera tratando de encontrar en ella la cordura en un ataque de locura. Si fuiste camino no puedes borrarte, es la primera norma del querer.
Paga los consecuencias el caos de un patético poema que no sabe ordenarse, pero no sé le puede exigir eso a este destrozada alma, al "pianissimo" suspiro de un te quiero arrasador, descomunal tormenta de arena y abrumadora destrucción como la guerra perdida que es. Al sueño de una temblorosa noche de primavera.
Solo gritos, ¿acaso se puede hacer otra cosa? Se arrastra por el suelo mi alma que como el polvo del callejón por el que nadie pasa, te exige en suplicios, en lágrimas de terror, de pavor y de auténtica carencia de cordura, los ojos de otro color, rojos como el fuego, esa es la puerta del alma a la que le prometiste la libertad. A eso no se le llama error, se le llama no ser humano. Si pudiera mi cuerpo, cada una de mis células saldría despavoridas corriendo de aquí, nadie quiere quedarse, ni siquiera yo misma.
Qué ciega está, que muerta está, y maldigo con cada una de las inertes gotas de sangre que han salido de mí, cada mínimo instante que me he permitido apasionadamente sentir. Me he lavado atormentada la boca con jabón y lejía, en un único intento de creerme que no te dije las bellas cosas que nunca mereciste.
Las letras, que si alguna vez leíste, fueron mis fieles aliadas, no reconocen mi desgarrado tacto, ni mis desequilibradas palabras tienen sentido.
Solo son emociones de un alma que espera entre el pánico y las lágrimas a morir, mientras sus palabras son consumidas sin valor en cenizas por el fuego.

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