Un final disfrazado.



Sumergida en un desconsolado mar de lágrimas, llorando entre colchones, atada de pies y manos sin escapatoria alguna, trata un alma de escapar con desesperación. Trata de huir del dolor tan profundo que siente y le ahoga en el pecho, de la angustia que le nubla la mente y del maldito eterno retorno a un mismo punto, al que cree que siempre estará condenada. Alguien que teme no salir de esa espiral jamás, que grita de auxilio para poder escapar, tanto ella como sus emociones, del mismísimo infierno. Y reza en silencio y en voz baja para olvidar. Para hallar un final. 

Mas no es un inocente e inesperado latido de su muerto corazón lo que imagina como final. No espera que se le escape un leve y soñador suspiro de entre los labios que habían abandonado el habla, dejando escapar su propio aliento. No concibe la idea de fin como aquella que hace temblar de manera infantil los dedos, despertando el deseo de acariciar con ternura un viejo piano. Ni mucho menos aquella que revuelve ridículamente el estómago, como si se estuvieran despertando olvidadas y apasionantes emociones en él. No puede ni imaginarse que el brillo deslumbrante que ahora habita en su mirada, la imparable risa descontrolada o la incansable sensación de estar buscando algo, aunque no sepa muy bien el qué, solo son el desenlace de su dolor. No es un final de inocentes principios lo que espera.

Pero aunque no quiera creerlo, un alma desesperada que solo quiere un final, encuentra un principio por donde escapar. Y acaba hallándose entre los latidos de su frágil corazón, aquellos que creía perdidos, viviendo libremente las melodías y armonías que estos componen sin esfuerzo alguno. Descubre el temblor en su piel, el deseo en su mente y la felicidad olvidada. Encuentra un principio donde terminar, de forma tan temeraria como apasionante. Y se ve bailando entre desconocidos y bonitos ojos verdes.
Un alma que quiere un final, y solo encuentra un principio. 

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