Ojalá me hubiera dicho a mí misma hace muchos años que tener valor es la clave del éxito.
Siempre supe que el problema no se hallaba en la timidez, sino en el daño colateral: la falta de valor, mi mayor defecto.
Nunca fui especialmente valiente y nunca tuve valor para serlo. Por ello, nunca pude levantar la mirada hacia las cosas bonitas que se presentaban en mi vida, o dedicarme en cuerpo y alma, cada segundo, a aquello que tanto he amado, porque de alguna u otra forma había que arriesgar y eso siempre me ha dado miedo.
Solía justificarme con que podía perder, con que las cosas nunca salen como las planeas o que la estabilidad que da quedarse parado no te la da saltar al vacío. Prefería estar cómoda esperando que todo sucediera (según yo, porque lo que tuviera que pasar, pasaría) y comportarme de una forma extremadamente inmadura, como si tuviera la verdad sobre todo, mientras la verdad siempre se quedaba fuerza de mi alcance por cobarde.
En el fondo, siempre supe que me llevaría el batacazo, que una no puede pretender ser feliz si no siente a cada segundo que quiere comerse el mundo, y podría haber tratado de deshacerme de mi cobardía hace muchos años, pero ni siquiera tuve el valor para intentarlo. Así que, como es evidente, me equivoqué.
Uno de esos errores que te dejan marcada el alma de por vida, de esos que te condenan y de los que ya no escapas. Permití que se alejara de mí, sin ni siquiera luchar, lo más importante que tenía en el momento, aquello que me marcaba el norte como una brújula en la tempestad, que hacia latir mi corazón, incluso cuando pensaba que estaba muerto, que despertaba cada uno de mis sentidos como un huracán. Pero por cobarde, lo vi marchar, paso a paso, muy despacio, como si quisiera que lo retuviera y soñaba mientras millones de formas de pararlo, de hacerlo volver. Pero no lo hice, porque no tuve ni una pizca de valor, ni siquiera ante lo que más significado tenía para mí.
Creo que ahí entendí que tener valor no era desearlo, no era serlo una vez cada cierto tiempo o conformarse con perder la timidez. No era decirme a mi misma que lo era o fingirlo. No era creer que era inteligente por no serlo o no asumir la realidad.
Un error, el mayor error de mi vida, pero aprendí. Aprendí a tener valor en apenas unos meses, a lanzarme al vacío sin esperar que hubiera nadie abajo, a derribar todo lo que se pusiera en medio, a evolucionar y conocer y nunca dejar de hacerlo, a jugarme el pescuezo por lo que me importa, a defender ante cualquiera cada uno de mis principios, a querer aunque esté prohibido, a protestar tan alto que me oiga el cielo, a demostrar todo el dolor que se puede llegar a sentir, a perder la cabeza por los que amo, a mantener la mirada a otros ojos aún sabiendo que está mal, a confiar en mí y en lo que creo, a alejarme de todo lo incorrecto.
Nunca había sido tan consciente de la cantidad de cosas que me estaba perdiendo, de todas las oportunidades, personas y sueños que estaban al alcance de mi mano y solo tenía que tener valor para vivirlas. El mayor error de mi vida, pero ahora por fin soy valiente.
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