
Que extraño se me hace hablar de cómo me siento ahora, de cómo no pesan los parpados o el corazón empuja hacia abajo, de cómo ha dejado de doler el sufrimiento que se hallaba escondido en mi piel. En su lugar, curiosamente explicar como se levan mis labios al poderoso cielo y se multiplican a cada segundo en el reflejo de mi mirada brillantes las estrellas y el firmamento. El huracanado viento, que para bien o para mal siempre supo entenderme, sopla ahora de mi parte, juntos en la dirección que quiero y por el camino que más deseo, alborotando en todos los sentidos el cabello, que es más que el reflejo de la locura tan mal escondida. Las constelaciones que pueblan mi pálida piel se iluminan con más fuerza, como si quisieran recalcar que siguen ahí, y el vello se eriza poderosamente recorriendo cada parte de mi cuerpo como si de hierba en primavera se tratase. Alma y vida sienten que son libres al fin después de tanto esfuerzo, que pueden danzar a su albedrío fuera de las cadenas, en una danza atolondrada y alocada, con los oídos taponados a todo lo muerto detrás de ellas. En lo alto de la cumbre, ya sin ropa que pese o arrastre, roza el frío las mejillas y se entrelazan cariñosamente los dedos en un signo de paz y aliación eterna conmigo misma. La euforia recorre mis venas a una velocidad demasiado rápida, desconocida por ellas, viajando y enredándonos en cada célula, revienta en un aullido al aire. Aullido de poderosa libertad, aullido de esperada felicidad, aullido de preciada alegría, de auténtica vida, de renovada alma. Un aullido procedente de un alma salvaje, lejos de los romanticismos, contraria a lo apreciado, paralela de lo precioso, de lo bello. Algo condenado a ser libre que por fin lo es, que no tiene vuelta atrás, como lo valiente de dicho viaje.
Que afortunada me siento de ello.
Maravilloso
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