Cuando era niña, las madrugadas en
las que el sueño no conseguía vencerme, acostumbraba a esperar a que todos
durmieran para escaparme de mi habitación y huir a la terraza, donde me tumbaba
y arropaba sobre unas mantas que escondía para estas ocasiones. Entonces
dirigía mi mirada hacia el cielo.
Desde allí, la noche, vestida de
estrellas y coronada con la hermosa luna, que terminaba de dar la vuelta al
mundo como todos los días, detenía su viaje al percatarse de mi presencia, y,
con una sonrisa, me susurraba lo que había visto.
El mundo se paraba durante unas
horas para que la noche me relatara tantas vidas que jamás podría conocer y arropándome
con su manto de oscuridad me contaba tanto aventuras como desdichas que ocurrían
en el planeta en el que vivía.
A veces, volvía para narrar a una
niña historias que nunca debería haber escuchado. Me hablaba de guerras, de
traiciones entre hermanos, de miedos que paralizaban el mundo, de héroes
muertos y de tiranos ganando. Algunas veces, la noche, horrorizada, dejaba
escapar sus dulces lágrimas, que caían sobre mi piel, y yo, que cada día la
amaba más y no soportaba verla sufrir, trataba de abrazarla y calmar su dolor.
Mas otras veces, la noche me
relataba historias algo más bellas, de justicia y vida, protagonizadas por
hombres buenos, de las que se sentía orgullosa. Esas madrugadas reía, dejando
escapar la melodía más bonita que jamás han escuchado mis oídos, las estrellas
brillaban con más fuerza cuando lo hacía y yo me sentía afortunada de tan
espléndido espectáculo.
Y aunque no lo quisiera, todas las
noches mis ojos terminaban por cerrarse, pero, incluso entonces, mi alma
permanecía despierta, danzando eternamente con la noche, incapaz de separarse
de ella o de las tantas historias tenía por contar y tan pocos podían escuchar.
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