Existía una vez un bello jardín, en el que se extendía bellas amapolas rojas, tiernas, dulces e infantiles hasta el horizonte. Un jardín con el cielo despejado, un sol radiante, una brisa silenciosa. Tan hermoso que me hacía llorar y tan precioso que jamás me creí capaz de construir uno igual. Hasta que lo destruirte.
Los huracanes se llevaron los pétalos de las amapolas, las lluvias torrenciales convirtieron la hierva en barro y el frío de la soledad congeló tal jardín. Hasta la propia luz del sol se apagó y lo que una vez fue un bello jardín, ahora no eran más que escombros de un amor fallido. Y como todo amante herido, jamás me creí capaz de construir nada tan bello, condenándome al dolor de tu pérdida.
Más una vez, un curioso extranjero visitó el jardín, y, aunque no entendí que vió en él, plantó una semilla, que creí ahogada entre las cenizas que dejaste.
Pero la semilla fue fuerte y creció y pronto una delicada margarita surgió entre tan feo paisaje, como un atisbo de esperanza, y, las semillas que el extranjero solía plantar en mi jardín, comenzaron a crecer y a mostrar sus bellos colores, el mismo sol volvió de nuevo.
Ahora no soy amante herido, uno de esos que creen que jamás sentirán nada tan bello, pues hoy en mi jardín no hay amapolas rojas, no las hay, pero hay inocentes margaritas blancas, pasionales rosas rojas, imponentes girasoles, preciosas hortensias, elegantes tulipanes, extraños lirios, delicados claveles y un sinfín más de bellas flores que convierten nuestro viejo jardín, en uno nuevo, uno que ya no te pertenece.
He incluso si este nuevo jardín, que todavía crece, un día vuelve a destruirse, no seré un amante fallido de nuevo, es mas plantaré yo la primera semilla, así cuando el próximo extranjero llegué, no se encontrará un jardín destruido, sino uno ya bello y precioso, donde seguir construyendo.
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