Estaba perdida. Estaba sola, ciega, muerta. Estaba muerta, en vida, pero muerta.
No existían los colores, el negro cubría todo el horizonte, no existía las figuras, ni las sombras, ni los colores. No existía la vida. Solo podía percibir, si permanecía en el suficiente silencio la suave respiración de mi corazón, si es aún respiraba y no había muerto conmigo.
Sentí en mis dedos un instrumento complicado: suave, elegante, madera, cuerdas que al tocarlas producían sonidos, un arco tan largo como bello. Lo observé, aún estando ciega y lo amé, aun estando muerta.
Entendí que no era algo de este mundo oscuro, aunque en verdad si lo era, pero lo que yo experimenté no.
Lo sujete con delicadeza, lo coloqué bajo mi mandíbula ejerciendo presión sobre mi hombro y con un suspiro agarré el arco. Lo deslicé sobre las cuerdas. Y todo se iluminó.
Como en una explosión de luz y de color. Como si la magia hubiera decidido que era hora de escapar de la jaula donde estaba atrapada, como si el sol hubiera decidido que era hora de bailar con los colores, como si la felicidad se hubiera dado cuenta de que era la hora del héroe. Y cuanto más sonaba la música, más bello era todo, más grande se abrían mis ojos y más rápido latía mi corazón, como si quisiera dejar claro que estaba viva, que acababa de despertar.
La maleza creía a una velocidad espectacular, los pájaros mas alto cantaban, el viento soplaba tan fuerte que sentí que mis pies se habían despegado del suelo, mi cuerpo era el de un ciervo: libre, veloz, fuerte... Todo mi ser quería dejar que la música sonara eternamente, que el bello sonido del violín iluminara lo que me quedara de vida.
Pero todos los compositores escriben música para poner una doble barra al final del pentagrama. Provocando así, que todo se volviera a apagar.
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